Qué ver en Marruecos: cuaderno de viaje
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El post de hoy es muy especial. Una de nuestras clientas habituales, Cèlia, reservó un viaje a Marruecos con BuscoUnChollo.com, y volvió muy contenta. Tanto que no ha podido evitar contarnos su experiencia en este país lleno de contrastes.
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Antes de empezar, creo que toca hacer autocrítica y compartir una pequeña confesión: aunque me cueste admitirlo, llegué a Marruecos con más prejuicios que equipaje. También es cierto que no fueron pocos quienes alimentaron mis dudas: algunos familiares y amigos se extrañaron de mi elección, e incluso, la cuestionaron abiertamente.
Por suerte, todas las experiencias vividas a lo largo de ocho días de viaje sirvieron para enterrar falsos mitos y, de paso, regalarme unas vacaciones para enmarcar. Trataré de resumir todo lo que dio de sí mi viaje a Marruecos y, de paso, animar a todo aquel que lea esta pequeña crónica a visitar un destino lleno de contrastes y que no deja indiferente. Vamos a ello.
Visitar Marrakech, la Ciudad Roja
La primera sorpresa agradable no se hizo esperar. Llegó nada más pisar el aeropuerto de Marrakech-Menara, el segundo más importante de Marruecos. Concluido en el 2008, está inspirado en la moderna arquitectura árabe y cuenta con detalles realmente llamativos.
A la salida del control de extranjería, nos esperaba el personal de la agencia de viajes Sama Travel —impecable de principio a fin— para llevarnos a nuestro hotel en Marrakech, el riad Assia. Aunque el trayecto fue breve, sirvió para tomar el pulso a una ciudad que nunca duerme, y en el que las viviendas más humildes conviven con complejos hoteleros en los que las suites se pagan a 1.000 euros la noche. Tras el check-in, todos los integrantes del tour organizado, nueve viajeros, nos fuimos a dormir. Era la una de la madrugada y el cansancio nos ganaba la partida por momentos.
A la mañana siguiente, realizamos nuestra primera visita en compañía de una guía local. El recorrido nos permitió descubrir el espectacular palacio de la Bahía. Estas dependencias fueron construidas a finales del siglo XIX por Si Moussa, gran visir del sultán —una especie de Primer Ministro de la época, para entendernos—, quien estableció allí su harén. En 1985, la UNESCO lo incluyó en la lista del Patrimonio de la Humanidad.
A continuación, nos acercamos al recinto de las tumbas saadíes —de finales del siglo XVI y pertenecientes a una de las dinastías que gobernaron la ciudad, tras los almorávides y los almohades— y las imponentes murallas de arenisca roja que circundan la medina, el barrio más antiguo de Marrakech. Precisamente, esta construcción defensiva es la que le ha valido el sobrenombre de la Ciudad Roja. Tras pasar por el barrio judío, pusimos punto final a nuestro recorrido en la emblemática plaza de Jemma el Fna, declarada Patrimonio Cultural Inmaterial por la UNESCO. Humanidad.
Este lugar es un desafío para quienes creen haberlo visto todo. En ella conviven encantadores de serpientes, sacamuelas, adivinos, travestis que bailan la danza del vientre con más voluntad que acierto, músicos, vendedores ambulantes, mendigos, conductores que aparcan su Ferrari en el centro de la plaza y un sinfín de personajes pintorescos. Marrakech en estado puro.
Casablanca, Rabat y Fez
Pusimos rumbo a Casablanca al tercer día. Tras alcanzar esta ciudad, hicimos una parada para almorzar junto al Atlántico y visitar la mezquita de Hassan II, la mayor de África y la segunda más grande del mundo, tan sólo superada por la de La Meca. Construida entre 1985 y 1993, su interior puede albergar hasta 100.000 fieles y cuenta con un minarete de 210 m de altura. A la hora de decorarla, alguien decidió tirar la casa por la ventana: inscripciones en oro, detalles de mármol de Carrara, enormes arañas de cristal de Murano, un techo que se abre en fechas señaladas… La factura superó los 500 millones de euros.
Desde allí, nos dirigimos a la capital del país, Rabat, para conocer el mausoleo de Mohamed V (1961-1971), en el que está enterrado este monarca y su hijo, Hassan II. Más de 400 artistas marroquíes intervinieron en su construcción. Al salir de la ciudad, también pudimos ver la residencia del rey actual, Mohamed VI, desde el exterior. Eso sí: fue imposible intuir dónde acababa.
Culminamos el largo trayecto por carretera en la ciudad de Fez, fundada en el siglo IX y considerada como la mayor ciudad del mundo entre 1170 y 1180. Nos hospedamos en el riad Sultán, un precioso palacete situado en la medina y convertido en un lujoso hotel (sus habitaciones son de 30 m2).
El itinerario del día siguiente estuvo a la altura del alojamiento. Durante la visita guiada, tuvimos ocasión de admirar la fachada del Palacio Real, una fábrica de cerámica artesanal —una de las industrias más afamadas de Fez—, su laberíntico zoco, el exterior de la Universidad de Qarawiyyin o Al-Karaouine, de la que se dice que es la universidad más antigua del mundo, la madrasa Attarine (1323-1325) y, como colofón, la joya de la corona: la curtiduría Chouwara. En funcionamiento desde el siglo XIII, en esta factoría se siguen tratando y tiñendo las pieles como antaño, empleando pigmentos naturales (amapola para el rojo, añil para el azul, antimonio para el negro, etc.). Aunque estuvo a punto de desaparecer, la UNESCO lo impidió en 1981, al incorporar a este enclave a la lista del Patrimonio de la Humanidad.
Del desierto del Sáhara a Ait Ben Haddou
Al quinto día, dijimos adiós a Fez para desplazarnos hasta el Sáhara. Por el camino, paramos en Ifrane, una ciudad rebautizada como la Pequeña Suiza por su arquitectura de inspiración alpina, y donde una escultura recuerda al león del Atlas, una especie cuyos últimos ejemplares salvajes se extinguieron en la década de 1960. Hicimos lo propio en Azrou, donde se despliega un exuberante bosque de cedros en el que abundan los macacos.
Tras pasar por Midelt, una población sita en las faldas del monte Ayachi y famosa por su producción de manzanas —así lo atestigua una rotonda con una escultura gigante de esta fruta—, un hermoso paisaje desértico precede los vastos palmerales del valle de Ziz, antesala de las dunas de Erg Chebbi, cerca de Merzouga. En este marco único, nos aguardaba un inolvidable paseo en dromedario para contemplar el atardecer en el desierto. Terminada esta actividad, repusimos fuerzas cenando en el hotel, antes de asistir a un concierto de música bereber con tambores.
Al día siguiente, dos de nosotros decidimos madrugar para ver el amanecer en el Sáhara. Pese al cansancio y las horas intempestivas, ambos volveríamos a tomar esta decisión una y mil veces. Acabado el desayuno, hicimos una travesía en vehículo todoterreno, siguiendo la antigua ruta del rally París-Dakar, y nos desplazamos hasta el frondoso palmeral de Tineghir y las sobrecogedoras gargantas del Todra, con desfiladeros de hasta 300 m.
Por la tarde, y tras el almuerzo, dedicamos un tiempo a fotografiar, en las inmediaciones de Air Larbit, unas caprichosas formaciones rocosas conocidas como Dedos de Mono por su singular aspecto. Nos detuvimos después en el Valle de las Rosas y en la ciudad de Ouarzazate. En ella se halla la fascinante fortaleza o kasbah de Taourirt, antigua residencia del pachá de Marrakech. Por último, alcanzamos Ait Ben Haddou. Allí nos obsequiaron con una exquisita cena casera y pasamos la noche en un hotel que, como la ciudad, también era de película.
Esta frase hecha no es gratuita. En efecto, el séptimo día, en lugar de descansar, visitamos el ksar de Ait Ben Haddou, una ciudad fortificada del siglo XVII y declarada Patrimonio de la Humanidad en 1987, donde se han rodado películas como Lawrence de Arabia (1962), La momia (1999), Gladiator (2000) o Alejandro Magno (2004). Por otro lado, perderse por estas ensortijadas callejuelas es como viajar en el tiempo. Definitivamente, vale la pena.
Después, el último tramo de carretera del viaje nos dejó estampas como el puerto de montaña de Tizi N’Tichka, de 2.260 m de altitud, magníficas kasbahs y poblados bereberes de postal. Unas imágenes imborrables que precedieron nuestro regreso a Marrakech.
El último día, no nos cansamos de explorar el dédalo de zocos de esta vibrante urbe, donde es posible adquirir todo tipo de productos de artesanía, marroquinería, joyería, minerales, fósiles y el indefectible aceite de argán, que se elaboran con el fruto de un árbol que únicamente crece en Marruecos. También saboreamos los irresistibles tajines y el cuscús, buque insignia de la cocina marroquí. Y, por supuesto, el delicioso zumo de azúcar de caña, a la venta en varios establecimientos del centro de Marrakech. ¡No hay que dejar de probarlo!
Acabo estas líneas como he empezado: compartiendo otra sensación muy personal. Pocas veces me ha costado tanto subirme a un avión para volver a casa. El origen de la palabra Marrakech —algo así como ‘pasar rápido’, como nos explicó nuestra primera guía— no podía ser más injusto y desacertado. Incluso, me sorprendí a mí misma pensando que me encantaría vivir allí.
Cosas de los prejuicios. ☺